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¿QUÉ HARÍA HOY DON QUIJOTE CON LOS MOLINOS?

  • Daniel Blanco
  • 1 may 2016
  • 2 Min. de lectura

Hay algo conmovedor en el fracaso, en volver a casa con la mirada pegada al suelo. Es quizá por la capacidad de despertar la ternura en los demás, la misericordia o la compasión. La fragilidad siempre conmueve. Don Quijote se acomoda la antigua armadura sobre su osamenta, que sigue tan simple y tan enclenque como un perchero barato, y le dice a Sancho que quiere ver los molinos.

—Deberíamos ponernos en camino.

—Como ordene vuestra merced. —Y lo obedece, porque ésa es su única misión, la de seguirlo a todas partes, la de advertirlo aunque no lo escuche.

—Los gigantes me vencieron. No he podido olvidarlo.

—Nadie lo ha hecho. —Sancho suspira, no se le ocurre otra respuesta.

Recorren los caminos, uno delante, el otro detrás. El viento se abre paso entre la copa de los árboles y el cielo, limpio de nubes, es bajo y ancho, o así al menos lo recordarán ellos. Don Quijote va contando alguna de sus muchas batallas con esa voz, universal como el sonido del mar. El paisaje se extiende ante ellos; el horizonte, distante e inasible. En uno de los pocos ratos de silencio, don Quijote aminora el paso y señala con el dedo. El tiempo se detiene:

—Ahí están.

—Ya veo —contesta Sancho, aunque no ve nada.

Don Quijote agranda la mirada, y le dice a Sancho que no lo necesita, que se quede ahí, rezando o admirando el paisaje. Él avanza, se acerca a los molinos que a veces son monstruos, y cuando los tiene de frente y debe mirar hacia arriba, se queda parado, recordando, recordándose. En ese mismo instante, se gusta y se desprecia, se da lástima y se siente bien. Se baja del caballo, Rocinante relincha. Está nervioso, aunque sabe que su vida no se halla en peligro más que por la vida misma. Hoy no piensa morir. Se acerca a ellos, sin lanza y sin duda, y se arrodilla. Agacha la barbilla ante los molinos, convertidos ahora en símbolo de la grandeza literaria y de la novela universal, altos y rotundos, luciendo como la representación misma de la lucha por unos ideales. Y así, el hidalgo reconoce para sus adentros la derrota, mientras se deja hipnotizar por esas aspas, que siguen moviéndose, moviéndose.

Moviéndose.

Sancho a lo lejos se inquieta y se pregunta si su señor necesita ayuda, pero no se mueve. Sólo observa.


 
 
 

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